El día amaneció claro. Fresco, húmedo y con una brisa
cargada de olores a leña de las chimeneas, ya encendidas en los hogares.
Hoy pretenden fotografiar una sima, una cueva, un lugar
donde hace falta luz extra.
Han calculado la hora en que la luz penetre en la sima por
la entrada, y esta haga de antorcha en la oscuridad. Llevan linternas, faroles
y unidades de flash. Van equipados con botas de montaña, chubasqueros y ropa de
abrigo. Las condiciones de la sima son las de toda cueva en la que hay
filtraciones de agua. Muy fría, muy húmeda y muy oscura.
Al llegar comprueban que sus cálculos son exactos, y una
torrente de luz recorre la estancia desde la entrada hasta estrellarse contra
la pared, pared de roca viva, mojada, brillante, reflectante.
Toman sus primeras fotos, exposiciones de varios segundos.
Siguen bajando, y llegan a una zona donde el agua es
recogida en un embalse, agua que se va desprendiendo de entre las rocas, rocas
que en algunos lugares parecen llorar.
Aquí la oscuridad es casi completa, se hacen precisos los
equipos de flash. El enfoque lo calculan o se ayudan con las linternas.
El silencio es solo roto por el clic de las cámaras, o por
las gotas de agua que se precipitan sobre el suelo.